La muerte de las lenguas (síncope) es un floreciente negocio que cada vez tiene más promotores. El último, cuyas excrecencias leo en el terso blog de mujer-pez es un David Harrison que no duda en encadenarse a uno de los más queridos tópicos de la secta, que es el de equiparar la diversidad biológica y la lingüística, de modo similar a como Lacan equiparaba ecuaciones y psiconálisis. "Las lenguas están más en peligro que las especies de peces, pájaros o plantas", ha dicho Harrison. Desde luego no soy proclive a que me ciegue la pasión por los animalitos (siempre he apreciado una insoportable falta de correspondencia entre el cariño que el hombre siente por ellos y el que ellos sienten por el hombre), pero hay algo suavemente conmovedor en que un material biológico organizado de una manera determinada e irrepetible desaparezca engullido por un medio que se ha vuelto hostil. A pesar de que hay cerdos joselitos nacidos para ser jamón, no parece que los animales extintos hubiesen elegido ese destino de poder ser consultados. El instinto de cualquier ser vivo tiende a la supervivencia.No es sólo cuestión de fetichismo por el cual se busca la protección de las lenguas sino también por reivindicación cultural que, frecuentemente, tiene más de política que de cultural. Por estos lares es la meme de moda: darle vuelta a la colonialidad para que en paz descansen los ancestros vernáculos. Justicia le llaman. Pero como no le veo intención alguna de cooperación, sino todo lo contrario (a juzgar por el contexto de conflicto dentro del cual sitúan sus reclamos), le llamo: resentimiento. Así es la política.
No es el caso de las lenguas, naturalmente. Porque las lenguas, una forma de respiración articulada, no son seres vivos y no tienen instintos. Son sólo una marca de vida, y más concretamente, de vida humana, pero confundirlas con un ser vivo es lo mismo que confundir un semáforo con una ciudad. Hasta tal punto esa confusión es falsa e inmoral que la muerte de las lenguas (una expresión por lo demás puramente metafórica, porque las lenguas sólo se transforman) es un dictado del instinto de supervivencia humano. A diferencia de los animalitos las lenguas se extinguen por un proceso de decisión voluntaria del hablante, muy parecido al que le lleva a abrir la boca para respirar y seguir comiendo. Las lenguas mueren porque los hombres quieren vivir, y vivir mejor (de ahí que ninguna comunidad de hablantes abandone una lengua por otra menos útil), y porque el sentido del habla no está en el fetichismo de la diferencia sino en el favorecimiento de la cooperación.
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